Una vida entre libros: Lilly Ungar y la Librería Central
El 30 de junio Lilly Bleier de Ungar, decana de los libreros en Colombia, fue condecorada con la medalla Manuel Murillo Toro en el grado Oro por su aporte a las comunicaciones del país.
Sí, como dice el refrán, la vida de una persona es como un libro y cada página un día vivido. La de Lilly Bleier de Ungar es un libro abierto, como las puertas de su Librería Central, que desde el primer momento te dan la bienvenida.
– «¿Quiere un tinto?» Es su saludo habitual. «¡Esta es su casa!»
En este universo de libros y arte no resulta difícil imaginar a un par de jóvenes –Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis– cuando en su época de estudiantes, sin un centavo en el bolsillo, recorrían los pasillos de la Librería Central y «prestaban libros sin carácter de devolución», bajo la mirada complaciente, incluso cómplice, de sus dueños, Lilly y Hans Ungar.
Entrar a este pequeño y encantador espacio es casi un viaje al pasado, a una época donde se cultivaba la hospitalidad. El mural estilo naif que decora la fachada, rinde homenaje al Nobel, pero también al joven estudiante de aquella época.
–«Quiere hacer todo ella sola», nos dice Elisabeth, su hija, con una mezcla entre orgullo y preocupación. Y no es para menos. Esta dinámica mujer, una jovencita que en agosto pasado cumplió 96 años, dirige la Central desde su escritorio, con la misma pasión y energía que la han caracterizado. Revisa la correspondencia, mira los catálogos y novedades, y hace pedidos a las editoriales. Trabaja en su computadora, pero «las cartas personales las escribe aquí», dice, señalando su máquina de escribir eléctrica, una Smith Corona, regalo de su hermano.
Como antaño en sus sedes del Centro, la Librería Central es sitio de encuentro de intelectuales, políticos, periodistas, escritores, catedráticos universitarios y lectores ocasionales que se sientan en torno a su escritorio para hablar de sus vidas y, por supuesto, de literatura. De estas amenas tertulias surgió, quizás, la costumbre del tinto en la librería, como «un reflejo de entender la librería como un espacio de encuentro, de diálogo», recuerda Elisabeth.
La historia de Lilly Ungar resulta tan o más fascinante que la de las heroínas de las novelas que pueblan los estantes de su librería.
P Para empezar, me gustaría que nos cuente de usted y de cómo llegó a Colombia.
R Nací en Viena en 1921 donde viví hasta cuando empezó la guerra y, más que todo por Hitler, tuve que huir con 25 dólares en el bolsillo, el máximo que nos permitían. Llegué a Medellín con mi padre y mi hermana melliza, Gerti. Mi hermano Raoul vino a Colombia un año antes, en 1938, a visitar a un amigo de su colegio. Pero lo cogió la guerra y se quedó. Fue él quien nos mandó las visas, que eran complicadas.
P Es casi legendaria la anécdota de cómo consiguió su primer empleo en el país.
R Me habían dicho que había un austríaco en un cuarto piso de un edificio, en el parque Bolívar, que me puede tal vez aconsejar para conseguir un empleo. Estaba esperando el ascensor y un señor bien vestido, joven, con quien empecé a conversar, me dijo: «No vaya al cuarto piso, vaya al tercero, ahí está Carlos Echavarría, que es tío mío, es gerente de Coltejer-Fabricato y seguramente le puede aconsejar». Subí, toda tímida. Don Carlos me preguntó: «Cuénteme qué sabe hacer», a lo que respondí: «Hice bachillerato, no más, pero me siento capaz de todo… Si me ponen a manejar un avión, aprendo».
Tenía 18 años, recién llegada de Viena. Aún no dominaba el español. Trabajé ocho años con ellos, primero en Medellín y después en Bogotá, hasta que decidí acompañar a mi esposo en la Librería.
P Legendaria también es la forma en que Hans y Lilly, ambos vieneses, se conocieron en Colombia y la forma en que Hans adquirió la Librería Central.
R Cuando Hans Ungar llegó a Bogotá, en 1938, la ciudad tenía menos de 350 mil habitantes y él tenía 22 años. Había dejado su Viena natal, huyendo del régimen nazi. Su hermano mayor, Fritz, había sido detenido por la policía. Sus padres se quedaron en Europa –no se resignaban a abandonar la esperanza de recuperar a Fritz–. Ninguno de ellos sobrevivió.
Pero su pasión eran los libros. Tanto así que le dijo al arquitecto Fernando Martínez Sanabria: «Hágame una casa alrededor de una biblioteca». Hasta el día de hoy, las paredes de la casa están forradas de libros.
Trabajó con una firma canadiense que importaba y vendía pieles en un segundo piso del pasaje Santa Fe. La Librería Central estaba al frente. Su dueño era un austríaco, Pablo Wolff. A la hora del almuerzo Hans visitaba la librería, para browse around, curiosear. Cuando Pablo murió, su viuda, Doña Paula ofreció venderle la librería. Como Hans no tenía cómo comprarla, llegaron a un acuerdo: trabajaría en la librería e iría abonando el capital mes a mes.
Por esa época un grupo de jóvenes austríacos residentes en Colombia fundaron la Asociación de Austríacos Libres que, claramente, no se identificaban con el nazismo. Éramos todos recién llegados, ninguno tenía plata, y nos hablaban de Útica, un pueblo chiquito, que tiene un hotelito muy bueno, no tan caro, al lado del río. Organizamos un paseo, nos fuimos en un tren, de esos antiguos, con locomotora de vapor que hacían ‹chu, chu, chu›. Ahí conocí a Hans. Duramos dos años de novios y después nos casamos. Estuvimos juntos hasta que murió de una complicación de males.
P La Librería Central comenzó en el pasaje Santa Fe. Aunque la hija de Pablo Wolf sostiene que fue fundada por sus padres alrededor de 1937 en un local donde funcionaba un almacén de estilógrafos Parker; Hans Ungar recordaba que la fundó el poeta mexicano Gilberto Owen, en 1926 y que Wolf la compró en 1930.
R Tuvimos que mudarnos varias veces. Del pasaje Santa Fe pasamos a un local de la 14 con sexta, a una casa que perteneció al presidente Eduardo Santos. Ahí fundamos, con Casimiro Eiger, la galería de Arte El Callejón, la primera galería en Bogotá. Era mucho más grande y más importante que la que ves ahora aquí, porque no había competencia. Ahora cada uno abre una galería en su casa.
Por esa galería pasaron los más importantes artistas de Colombia, Olga Amaral, Grau, Botero, Omar Rayo, Obregón, Ramírez Villamizar y algunos extranjeros, como los alemanes Guillermo Wiedemann y Leopoldo Richter. También Feliza Bursztyn presentó ahí su primera exposición individual y sus obras en chatarra. Alrededor de las exposiciones hacíamos charlas con artistas y escritores. La galería sigue funcionando, impulsando a nuevos artistas. Hace poco presentamos las obras de Diana Francia Gómez Ordoñez y Omar Gordillo Solano.
Cinco o seis años después, Buchholz abrió su librería, con libros en alemán e inglés y también con galería. Hans dudaba de él, no eran amigos ni enemigos. En las reuniones de libreros se encontraban y se saludaban, pero siempre con cierta desconfianza, pues durante la época de Hitler él tenía librerías y eso estaba controlado por los nazis. Solo ellos autorizaban lo que se podía vender y leer. Pasada la guerra pensamos que no teníamos que saberlo todo.
P Y ustedes estaban en esa sede durante ‹el Bogotazo›.
R Sí. La galería estaba atrás de la librería, exactamente al lado de El Tiempo. Cuando mataron a Gaitán, el 9 de abril de 1948, empezaron a incendiar todo. La muchedumbre iba a tomarse El Tiempo, iba a incendiarlo. Los dueños nos pidieron ayuda. Rápidamente hicimos un hueco en la pared de la galería para que los periodistas y empleados pudieran escapar y salvarse. Mi marido salió a la calle y les dijo a los manifestantes: «Miren, yo soy austríaco y este edificio es mío, así que no lo toquen, porque van a tener problemas con mi embajada». Y así salvó El Tiempo.
P Usted es de origen judío, pueblo que ha sido, tradicionalmente, muy cercano a la lectura, ¿a qué cree que se deba esto?
R La educación, el interés por aprender, por saber de otros países… Muchos tuvieron que salir y cambiar su patria. Creo que ha sido un poco por necesidad. Además, un papá judío se interesa por la educación de sus hijos, por prepararlos.
(En su vasta biblioteca personal, con más de 26 mil volúmenes, predominan los textos de filosofía, historia y literatura. Tiene, entre muchas otras reliquias, dos libros de 1492: Las cartas del Papa Pío II de 1458 a 1464 y La vida de los Césares, del escritor romano Suetonio, además de algunos manuscritos y una valiosa colección de incunables, es decir, libros publicados desde la invención de la imprenta hasta principios del siglo XVI).
P Es inevitable preguntar cómo ve la convivencia entre el libro en papel y los libros digitales, y ¿cómo ve el futuro del libro escrito?
R Los computadores y los libros digitales hacen mucho daño a las librerías, las ventas han bajado mucho. Yo muestro una novedad por la mañana a un cliente y me dice: «Gracias, ya lo bajé». Internet ha hecho que, aunque exista más gente que lee, los compradores de libros hayan disminuido. Muchas librerías han cerrado, no sólo en Colombia. En Viena ya cerraron las dos grandes librerías del centro.
Mi marido, que era un gran lector, no podía leer un libro completo en el computador. Quería tener el libro en la mano. «¿Quién puede acostarse con un computador?», era su argumento en favor de los libros. Creo que el libro impreso no va a desaparecer. Siempre habrá gente que necesita los libros de papel. Aquí llegan los clientes, sus hijos y sus nietos. Compran libros, se reúnen a charlar, pero ya no es igual. Hay otros sitios para reunirse, la gente vive más dispersa o aislada, y hay bibliotecas públicas, en las universidades y, por supuesto, Internet.
Antes la gente tenía que luchar para conseguir libros. Los que leían, leían más, pero menos gente tenía acceso a los libros. Uno veía gente con libros debajo el brazo, para aprovechar cualquier momento para leer. Hoy llevan celular.
P ¿Ustedes venden por Internet?
R No. Estamos en Facebook y tenemos una página Web. Nos llaman mucho y viene gente. Como pueden parquear, es una gran ventaja.
P Lilly me recuerda una frase de Dale Carnegie, «to be interesting, be interested». Hace algunos años (2007) durante la Feria del Libro, la nombraron decana de los libreros en Colombia. ¿Cuál es para usted el secreto de un buen librero?
R Que lea mucho, él, personalmente, para estar orientado. Estudiar los catálogos que llegan para hacer los pedidos, permanecer personalmente en la librería, para aconsejar directamente a los clientes.
Para nosotros la librería no es un negocio. Es nuestra vida.