El 6 de agosto de 1660 falleció en Madrid Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, pintor barroco, considerado uno de los máximos exponentes de la pintura española y maestro de la pintura universal, mejor conocido como Diego Velázquez.

 

Su cuadro, Las Meninas, descrito originalmente como La familia de Felipe IV,  es una de las obras pictóricas más analizadas y comentadas en el mundo del arte.

Las meninas eran damas de familias nobles que desde muy jóvenes entraban a servir a la reina o a las infantas niñas y, aunque el cuadro se conoce como Las Meninas, la figura principal de la obra de Velásquez es la Infanta Margarita. Casi desde su nacimiento, la niña estuvo comprometida en matrimonio con su tío materno, Leopoldo, y Velázquez la retrató infinidad de veces, enviando estos retratos a Leopoldo para mantenerlo informado sobre el aspecto de su prometida.

Además de ser el personaje principal, la Infanta ostenta la mayor dignidad dentro de la obra. En una era de decadencia, en una España que en ese momento enfrentaba una guerra terrible, la dignidad de la Infanta sobresale como algo muy claro, poderoso y evidente.

Muchos han buscado incluso significados ocultos y simbólicos en el cuadro de Velásquez, o tratado de explicar la forma en que el espectador se siente partícipe de ella. Velázquez se adelantó cientos de años a todos, incluso la obra es casi una fotografía, pues captura un momento, algo totalmente atípico de la pintura de esa época.

La obra rompió con muchos esquemas, empezando con su dimensión, el movimiento, el manejo del color, de los espacios, esos espacios gigantes que maneja de una manera muy particular que te trae al espacio casi insondable pero al mismo tiempo toda la obra transcurre solamente en un tercio del lienzo, haciendo el espacio siempre presente.  Otra de las particularidades de la obra para esa época es que todos los personajes son reales, sus nombres y apellidos son históricos.

Por años el cuadro estuvo ubicado en la sala XV del Museo del Prado. El gran ventanal a su izquierda lo iluminaba lateralmente, dando la sensación de ser una continuación de la pequeña sala en la que se encontraba, tanto que, al verlas por primera vez, el poeta francés Teófilo Gautier exclamó: «Où est le tableau?» (¿Dónde está el cuadro?). La obra fue reubicada recientemente y hay quienes consideran que, a pesar de sus grandes dimensiones, el cuadro se pierde en la inmensidad del nuevo recinto, y se ha disipado esa conexión espacial y luminosa con su entorno.

Pero, ya en el recinto, te olvidas de todo, de la complejidad de la composición, de lo magistral del juego de luces. Te vas acercando y tu mirada se enfoca en la niña, en la Infanta. La habitación parece envolverte, incluirte en su espacio. De pronto, estás dentro del cuadro, en un punto entre la pareja real y la Infanta y su comitiva. La multitud a mi alrededor ha desaparecido, y los acompañantes de la princesa del lienzo se esfumaron. Nos quedamos a solas, la Infanta y yo, en un espacio íntimo, en ese círculo privado del artista, su obra y el espectador. Toda la grandeza de la obra se concentra en esa mirada, mezcla de inocencia y sensatez, de quien sabe cuál es su sitio en el mundo y lo asume con dignidad y serenidad.

 
 
 
 

 

 

Publicado originalmente en Apuntes de Viaje, mi columna en El Informómetro, órgano informativo ya desaparecido, que surgió durante la pandemia de COVID-19