Dialogando con Mario Lustgarten


Es inquieto. De figura pequeña, andar rápido, y cachucha obligatoria que lo hacen inconfundible. Es el amigo de todos. El que no puede faltar en el minyán diario en la sinagoga, o en la mesa de dominó los domingos por la mañana en el club; el que conoce las historias de todo el mundo, las cuales narra con el inconfundible acento que conserva a pesar del tiempo; y el que todos reconocen, respetuosamente, como uno de los últimos sobrevivientes del Holocausto que reside en nuestra ciudad.
Cuando le pregunto por qué cree que sobrevivió al Holocausto, contesta de inmediato y sin titubear:
– En el campo de concentración uno aprende a estar vivo, despierto. Yo me salvé porque soy rápido para hacer amistades.
Así es Mario Lustgarten, apreciado miembro de la Comunidad Judía de Barranquilla. Sus padres le llamaron Moniek o Moses. Pero al llegar a Colombia su primo, Natalio Lustgarten, le dio el nombre de Mario para evitar confusiones, ya que Moniek era demasiado difícil de pronunciar.
Mejor conocido como Shorty, Mario nació en Ostrawic, Polonia, el 12 de diciembre de 1927. Sexta vela de Janucá de ese año, para ser más precisos. Fue el quinto de una familia de 7 hijos, cuatro hombres y tres mujeres. Mario y su hermano Ariel, quien también vive en Barranquilla, son los únicos que se salvaron de la barbarie nazi.
Mi familia era religiosa. Mi abuelo tenía la barba hasta aquí – dice señalando su cintura – Vivíamos en una casita de dos pisos. Mis hermanos y yo cubríamos la mesa de la sala con una sábana y armábamos un teatro. Montábamos obras de teatro. Yo tenía talento para el canto, cantaba en el coro del colegio polaco. Pero no teníamos nada que ver con los polacos, no teníamos amigos polacos. Por la mañana íbamos al colegio polaco, y por la tarde al jéder.
Mario rememora una serie de anécdotas de su vida anterior, experiencias que lo marcaron para siempre: su salida de Polonia, su paso por Auschwitz y Bergen Belzen, su traslado a Inglaterra, y, finalmente, su llegada a Barranquilla, con escala en Ciudad de Panamá. La poca expresividad que refleja su rostro y su narrativa fluida, casi desapasionada, no concuerdan con lo profundamente conmovedor y emotivo de sus palabras.
Cuando Mario tenía 15 años de edad él y su hermano Ariel fueron separados del resto de la familia y llevados a un campo de trabajo, en las afueras de Starowitzky, ciudad industrial cercana a Ostrawic, adonde su familia se había mudado años antes de la guerra para confeccionar inicialmente ropa para los dirigentes de la ciudad, luego uniformes para los oficiales del ejército polaco y, finalmente, uniformes para el ejército alemán.
Cuando hacia el fin de la guerra los prisioneros del campo supieron que los aliados se acercaban, se dieron cuenta del destino que les esperaba y decidieron fugarse. En la confusión durante la huida Mario tropezó, cayó al suelo, y no pudo escapar. Ariel si logró salir. Fue así como los hermanos se separaron y no tuvieron noticias uno del otro hasta después de la guerra.
Unas semanas más tarde, al advertir que tenían la guerra perdida, los alemanes sacaron a los prisioneros restantes del campo y los trasladaron a Auschwitz. Los pusieron en cuarentena, y tatuaron un número en su brazo. A Mario le correspondió el A19392.
Nos dividieron por secciones. Yo dormía cerca de los gitanos. Una noche fue espantoso. Ordenaron sacar a todos los gitanos. Se formó una gritería y un llanto horribles. No se oían disparos. [Los nazis] no gastaban en plomo. Pero ya todos sabían que los iban a matar.
Mientras estaban los gitanos había bulla, risas, juegos de niños. Al día siguiente no había nada. Todo quedó en silencio.
Al cabo de unos meses los pocos prisioneros que quedaban en Auschwitz fueron forzados a correr en la tristemente célebre “marcha de la muerte”. La mayoría murió. Haciendo el camino parte a pie y parte en vagones de ferrocarril los pocos que quedaron llegaron, finalmente, a Alemania.
Finalizada la Segunda Guerra Mundial los judíos sobrevivientes empezaron a rehacer sus vidas. Lo primero que hicieron fue indagar por la suerte de sus familiares y amigos, averiguar quién había logrado salvarse. Mario recuerda:




Yo tenía 11 o 12 años cuando había llegado una carta del tío de Colombia escrita en yiddish Yo miré la dirección: “Sastrería Paris, Colombia”. Me grabé en la cabeza esa dirección; a uno le gustaba de peláo recibir cartas y cosas así.
Después de Auschwitz, cuando llegué a Bergen Belzen, a la casa de UNICEF, yo me preguntaba, ¿cómo se hace para que mi tío en Colombia sepa que alguien de la familia quedó vivo? En el jeder aprendí a escribir yiddish ¿Qué hago con esto? Vi caminar en la calle un señor con la barba larga, con uniforme inglés, [pensé] debe ser un rabino que hable inglés o yiddish. [Resultó que] era un capellán del ejército inglés Rebbe, ¿ir redt yiddish? (Rabino, ¿habla usted yiddish?) le pregunté.
Gracias a este capellán Mario logró ponerse en contacto con sus familiares en Colombia e Israel y enterarse, además, que su hermano Ariel estaba vivo.
Me contaron que lo vieron llegar a Italia con la Brigada Judía que los cogió los alistó y los mandó en un barco griego a Israel. El Barón Rotschild le dio un tiquete para irse a Israel.
Posteriormente, venciendo muchas dificultades, Mario llegó a Lübeck, al norte de Alemania, que era zona escocesa; recuerda que ahí le tocó ver soldados con falda. Posteriormente llegó a Bergen Belzen, donde permaneció algunas semanas. Fue ahí donde a través de la UNICEF, Lord Moisés Montefiore consiguió una orden del gobierno inglés para llevarse a los muchachos y muchachas judíos, sobrevivientes del Holocausto, de hasta 20 años de edad, de Bergen Belzen a Inglaterra. Shorty, que contaba entonces con 17 años de edad, llegó primero a South Hampton, y posteriormente fue trasladado a Ascot.

… Nos llevaron a una ciudad cerca del aeropuerto alemán de Tzele y allá, después de uno o dos días, un coronel de la fuerza aérea canadiense nos dio una tarjeta deseándonos suerte. Nos llevaron a 50 en [un] avión de paracaidistas y en dos horas volamos sobre París. Nos lo mostraron desde arriba. [En Inglaterra] nos esperó Lord Montefiore con un poco de médicos judíos alemanes. Estos eran los niños que, años antes, salieron en el Kinder Transport. La prensa contó que éramos los primeros 50 niños sobrevivientes. El libro The Boys narra nuestra historia. Yo llegué a Inglaterra en octubre [de] 1945.
Mario recuerda: Me quedé como tres años [en Ascot] y cuando mi tío me quiso traer a Colombia le pedí que le escribiera a “mi dueño” Lord Montefiore.
El proceso para obtener la visa a Colombia se complicó por la lucha entre Liberales y Conservadores en Colombia.
Llegué [a Barranquilla] en noviembre de 1948 por invitación de mis tíos, los hermanos Natalio y Nathán Lustgarten; quienes se fueron a Santa Marta antes en 1928, entusiasmados con la promesa de que ahí se “recogían las monedas de oro en la calle”. Era la época de la United Fruit Company Todos los inmigrantes de Polonia llegaron a Santa Marta: los Schmulson, los Kligman, los Schwartz, los abuelos de Kito que tiene la Revista [salomón]. Mis tíos fundaron la fábrica de confecciones Slaconia. Mi padre era sastre y yo tenía conocimiento, un poco de mi casa y también de los 2 años que pasé en el campo de trabajo en Starowitzky.
Llegamos en barco desde Liverpool hasta la zona americana de Colón en Panamá; de Panamá tenia que volar en un clipper de Panamerican. Pero los americanos me quitaron a mí y a un español los pasaportes en Colón. Tenían que vigilarnos porque veníamos de países comunistas. Llegamos el sábado y tuvimos que esperar hasta el lunes; no teníamos plata para un hotel y un oficial nos llevó hasta Balboa y conocimos un poco de Panamá. Cruzamos un puente tan largo como yo nunca había visto.
Mario se queda pensativo; mirando a lo lejos rememora su primera impresión de Barranquilla.
Lo que más me impactó, bueno… a pesar de que Europa había pasado la guerra, había cultura, había orden. Yo venía de Inglaterra donde todo es ordenado, hay salud para todos, en Europa es así.
En Barranquilla hasta el día de hoy no me puedo acostumbrar al desorden, al atraso, a la injusticia social. Yo me amaño de todo. Me hago amigo de todos. Lo que no entendía entonces, lo que aún no puedo entender, era por qué esas muchachas que trabajaban en la fábrica, buenas personas, trabajadoras, a veces me pedían prestada plata porque los maridos no les daban para la leche de los niños. Eso nunca me ha gustado.
Mario recuerda con nostalgia al grupo de amigos de su juventud, miembros de la Colonia Judía de Barranquilla, muchos de los cuales ya no se encuentran hoy entre nosotros. Hablaban yiddish, practicaban deportes, salían a bailar y a divertirse.
Llegué [a Barranquilla] un lunes y el miércoles [Natalio] me llevó al club a conocer, me dijo”ahí se juega ping pong naipes y a tí que te gustan los deportes”. Mi primo me dijo, “ése es José Watnik que juega muy bien ping pong”, y apostó 50 pesos a que yo le podía ganar. Joselito era campeón. Jugamos y 10 – 15 minutos ¡y me desbarató!
Aprendí aquí [en Barranquilla ] que podía ser amigo de todo el mundo. Salíamos al mar. Éramos jóvenes, deportistas, y no nos molestaba [nada]. [Los] sábados y viernes en la noche íbamos a bailar. [A] las peláas les gustaba bailar conmigo, tengo buen oído En Inglaterra también les gustaba. Bailo tango, waltz, quickstep, buggy, todo eso. Aquí nadie me enseñó [a bailar]; yo veía a las muchachas que trabajaban en la fábrica y así aprendí.
Deportista desde su infancia, Mario fue organizador del equipo de fútbol de Macabi Colombia y preparaba los uniformes con la Estrella de David. Fue durante uno de los partidos, en Galapa, donde surgió su sobrenombre:
Ya sabes como es en Barranquilla. Aquí todos tienen apodos.
En esa ocasión estaban los Watemberg los Kowalski, los Balabán y llegamos y empezamos a jugar. Jaime Watemberg, mejor conocido como Cachegua, quería que le pasara la bola; él había estado en el ejército americano y gritó “Shorty pass me the ball” porque allá así llamaban a los bajitos Y así quedó.
Mario está agradecido con Colombia por abrir sus puertas y recibir a los inmigrantes judíos. Recuerda que durante la guerra, allá por los años ‘30s había muchos alemanes en Colombia, y que fueron internados en campos fuera de Bogotá por recomendación de los Estados Unidos. En Barranquilla no se notaba – cuenta – porque todos los dirigentes que fundaron esta ciudad, como los Castro Marchena, fueron judíos de Curazao.
Escucho a Mario y comprendo que me encuentro frente a una persona excepcional. Me invade un profundo respeto ante este ser humano sencillo y vulnerable que soportó lo indescriptible sin perder nunca su dignidad.
Sentimental e idealista, Mario alberga todavía un sueño de justicia social, de paz, de tolerancia.
Yo pensaba que el mundo iba a cambiar. Creo que se debe tratar en todo lo posible que no haya odio de raza política; que toda la gente pueda vivir tranquila, sin miedo. Pero por lo que leo todavía en los periódicos no veo como se va a componer el mundo.
Publicado originalmente en Revista Salomón – Edición 57 – Diciembre 2009 – Enero 2010