Foto: CSS Art

Domingo.  Día de playa obligado.  Que no falte la cervecita helada, los amigos, la mojarra frita.    La arena caliente, el mar en calma, el sol, la brisa. 

Ernesto no falta a la cita.  Llega temprano. Como cada domingo ocupa el puesto de costumbre: la segunda choza a  mano izquierda, ésa pintada de color azul, con su letrero torcido, el nombre escrito a mano, El Meneito.  Ése es su territorio.

Me siento en el paraíso – con  esos bikinis, esas tanguitas, ahhh, los hilos dentales que cada vez cubren menos.  “No dejan nada a la imaginación”, se quejan algunos.  “Mientras menos ropa, mejor” pienso yo.  ¡Esto sí que es vida!

El cigarrillo encendido en los labios entreabiertos, la mirada sensual, penetrante, que se adivina a través de las gafas de sol.

¡Esas patillas están como para comérselas! 

Así piensa Ernesto, mientras se las imagina desparramándose si faltara el breve, mínimo sostén que a duras penas las contiene.  

Después da una ojeada a esa flaquita y puede sentir sus dedos acariciando esos pechos pequeños,  firmes.  Suculentos.  Como mangos dulces y apetitosos. 

Comenzó como cualquier día de playa.  Todo perfecto.  Los cuerpos perfectos.  Los bronceados espectaculares.   ¿Qué más se puede pedir en esta vida?

Bueno, por lo menos eso pensaba yo hasta ayer.

Estaba deleitándome la pupila con tanta vieja buena cuando llegaron ellos.  “¡Carajo, si es que lo han invadido todo!” pensé apenas  los vi llegar. “¡Esto es lo único que me faltaba!”.

Llegan en bloque.  Ellos adelante, con bigotes negros y tupidos, y gafas oscuras.    Ellas los siguen unos pasos más atrás, enfundadas en sus largas túnicas oscuras, cubiertas completamente de pies a cabeza excepto por las caras enmarcadas en aquellas pañoletas multicolores.

Ellos se desvisten, se meten al agua,  mirando descaradamente y con aparente asco a las muchachas con sus diminutos bikinis. Ellas se quedan atrás, con la mirada clavada en la arena, sin levantar los ojos, sin mirar alrededor, sin curiosear.  Únicamente ayudan a los niños a ponerse los vestidos de baño, a cubrirse de protector solar.  

A Ernesto se le ocurren todo tipo de pensamientos mala clase y racistas.

– No sé ni como pueden respirar.  ¿Para qué se molestan esas mujeres en venir a la playa?  Para quedarse vestidas mirando desde lejos mientras los demás se divierten.  Para dañarle a uno el programa ¡no joda!

De manera casi imperceptible una de ellas se separa del grupo.  Se aleja discretamente, muy poco, apenas unos pasos.  Con la espalda vuelta hacia las demás mujeres levanta por primera vez la mirada, fijando en Ernesto sus enormes ojos, oscuros y muy delineados.  Ernesto la mira  y se sorprende al notar un  rostro  realmente hermoso.

Sin quitarle la vista de encima, ella levanta muy levemente su túnica, apenas unos centímetros de la arena.  Saca un pie de la zapatilla.  Luego el otro.  Ernesto no pierde un detalle de este movimiento suave, sutil, voluptuoso… un pie blanco, perfecto, un tobillo torneado se asoman apenas, levemente, un instante nada más. 

Ella se agacha lánguidamente, recoge las zapatillas, se incorpora, se da la vuelta.  Tan lentamente como se acercó, se aleja. 

Ernesto se ha quedado sin aliento.  Está aturdido.  No entiende el golpe que ha recibido.  Su deseo se despierta y él no se explica el sudor repentino que lo baña de pies a cabeza.  Como un balde de agua helada.  Intenta en vano imaginar esa fruta prohibida, conjurar esos  pechos debajo de su oscura prisión, percibir ese aliento que intuye almizclado, deslizar entre sus dedos las hebras de una cabellera, que sospecha negra, pero que no ha podido ver.  Es inútil.  Su imaginación lo traiciona.  

***

Los días pasan.  Ernesto está perdido.

El recuerdo de ese tobillo lo ha trastornado.  Nutre sus más oscuras fantasías. No logra conciliar el sueño.  Se despierta en mitad de la noche, intranquilo, jadeante, sofocado. Como adolescente en plena pubertad pasa el día en un estado de agitación y excitación constantes, insaciables.  Ha perdido el apetito.

Ha quedado a merced de una idea. 

¿Qué se oculta debajo de esos ropajes negros?  ¿Qué secretos placeres esconden los pliegues de esa túnica? La promesa de sabrá D-s que delicias espera detrás de esos ojos negros. 

La imagen fugaz de un pie blanco y perfecto lo enloquece.

Estoy perdido… por el recuerdo de un tobillo he perdido totalmente la cabeza.